Por: Silvia Nuñez Del Arco
Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.
Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.Fue por eso que decidí dejar la universidad. Para luchar por una idea descabellada y aparentemente imprudente. Una idea que, a vista de mis amigos, conocidos, incluso mi familia, me metería en serios problemas.
Yo quería ser escritora. No financista, ni abogada, ni profesora. Quería ser escritora. De manera que cuando dejé la universidad, sabía exactamente lo que hacía. No la dejé para dormir más horas, la dejé para pasar noches enteras escribiendo. Tratando de hilar, tejer mis primeras historias. Noches de café y penumbra en las que golpeaba con los dedos como poseída el teclado de la laptop de mi madre. Una Sony Vaio gris que instalé en mi cuarto con una mesita redonda y una silla transparente en la que pasé mis primeras noches de insomnio. Decidida a publicar. Dejar de lado la juerga con mis amigos y terminar la jodida novela. Publicarla. Creía mucho en mí en esa época. Más de lo que creo ahora.
¿Por qué, siendo mis padres, ambos, personas de oficina y de título universitario, uno, o todos los lados de mí parecían rebelarse contra eso? No lo sé. Lo que sí sé, es que sí tenía claro es lo que no quería. Yo no quería estudiar literatura. Yo quería escribir una novela.
Y lo conseguí. Pero en ese período sucedió algo que tampoco estaba en mis planes; me enamoré de un hombre veinticuatro años mayor que yo. Yo tenía diecinueve y él cuarenta y tres. Un hombre mayor, mediático y divorciado. Un hombre que al igual que yo, pasaba las noches tramando novelas, golpeando teclados y publicando.
Luego salió la novela, un escándalo del carajo. La gente empezó a decir que yo era una trepadora y una oportunista por contar en la novela escenas de mi romance con él. Dijeron que era mentira, que tal romance no existía, que era todo un invento mío (o nuestro) para llamar la atención.
Pero eso no me detuvo. Seguí escribiendo. Escribí una segunda novela. Novela que saldrá pronto. Muy pronto. No dejé de escribir ni de amarlo, porque no encontré fundamento en sus acusaciones y entendí que es la función de ciertos peruanos: chancar al que sobresale e insultar desde el anonimato.
Me han llamado puta por haber escrito escenas eróticas y trepadora por enamorarme de un hombre mayor. Cómo se nota que estamos en el tercer mundo. La gente en este país cree en presidentes ladrones, pero ve como algo improbable que dos personas que se llevan años de diferencia en la edad, puedan llegar a enamorarse. Me insultan y ponen en entredicho el bebé que estoy esperando sea de él. Son tan retrógradas en su pensamiento que creen que escribir sin pudor es igual a no tenerlo, que eso me hace una chica fácil. No me conocen, pero lo dicen porque sí, porque es lo más fácil. Juzgar, mirar la paja en el ojo ajeno. Señalarme con el dedo y llamarme tal por cual, sin pruebas. Sólo por tener una actitud liberal, que, yo, ingenua, no calculé que sería mal interpretada.
Bien, así estamos. Es la vida, es lo que hay.
Me pregunto qué piensa la gente ahora que, después de unos meses de aquella publicación, de aquella entrevista, nos ve caminando abrazados por calles tranquilas, ajenos a lo que nos rodea, hablando sólo entre nosotros, seguros de que no podemos confiar ya en nadie. Seguros de que ese bebe que esperamos nos hará la vida un poco más bonita y que sólo el tiempo (y quizás una prueba de ADN), hará que las personas que nos han criticado, que nos han insultado por Internet y han opinado sin conocer, se terminen tragando sus palabras.