Hace unos días Mirko Lauer en una de sus columnas (“Normal nomás”:07/08/18) afirmaba, con razón, “En verdad nos pasamos los años denunciando la corrupción, condenándola y persiguiéndola, pero solo la conocemos por sus signos exteriores”. Es decir, hablamos mucha de ella, pero conocemos poco y ni siquiera sabemos a qué se debe su capacidad de expandirse ni tampoco su cualidad de ser una suerte de mala hierba que “nunca muere”.
Juan de la Puente en un par de columnas, también en este diario, ha planteado el tema del “Estado mafioso” como una aproximación a la corrupción que hoy se vive. De la Puente, siguiendo las ideas del venezolano Moisés Naim, afirma que el “Estado mafioso es un híbrido moderno de cuya existencia no hemos reparado del todo, caracterizado por una dinámica nueva, donde no es el crimen el que toma al Estado, sino el Estado coopta a las redes criminales, no para erradicarlas sino para ponerlas a su servicio” (27/08/18). La idea Naim es que una característica principal de este Estado mafioso es que es un Estado fuerte, que tiene recursos económicos, políticos, ideológicos y hasta militares para cooptar (o subordinar) ya sea a redes criminales, sectores sociales como también a los poderes del Estado y a la sociedad.
El fujimorismo junto con ser un régimen político autoritario en la década del noventa, fue también, como lo afirmó hace unos años Manuel Dammert, un Estado mafioso. Como sabemos, todo régimen político es un pacto de dominación entre grupos sociales que, al expresarse de manera autoritaria, como sucedió en nuestro país, derivó en ese tipo de Estado. Por eso la otra cara del autoritarismo fujimorista (esta suerte de alianza con los militares y empresarios) que concentraba el poder, y controlaba las instituciones del régimen político y los medios de comunicación, fue un Estado mafioso ya que como hemos dicho, además de centralizar la corrupción y de cooptar redes criminales, tuvo la capacidad de conducirlas y hasta organizarlas. No es extraño, por ello, que vayan juntos corrupción y autoritarismo.
Mi tesis es que luego de la caída del gobierno autoritario de Alberto Fujimori, ese Estado mafioso construido en los noventa comenzó su repliegue, fragmentación y segmentación. Una de sus primeras expresiones fue, por ejemplo, la aparición de empresas privadas dedicadas al “chuponeo”, tarea que en los años del fujimorismoestaba centralizada en los servicios de inteligencia. Y si bien luego de la caída del autoritarismo tuvimos un régimen democrático (liberal), lo que se consolidó también, como consecuencia de la corrupción de los gobernantes en estos años y de una lógica neoliberal que nos señala que el problema es el gobierno, fue un Estado débil, fácilmente penetrable por bandas, lobbies, redes criminales y un ejército de pillos que viven de la corrupción. Hasta hace muy poco no se hablaba mucho de mafias y sí más bien de lobbies o de la famosa “puerta giratoria” como expresión y constatación de un Estado fácil de colonizar por su extrema fragilidad.
Por eso, lo que hoy existe son una suerte de bandas, de protomafias y de mafias ubicadas en el poder judicial, en la ONPE, el CNM y otros lugares del Estado como la policía, los municipios y gobiernos regionales, algunas de ellas vinculadas a los rezagos del fujimontesinismo y que hoy buscan rearticularse. También a grupos económicos ligados a las economías informales e ilegales como el narcotráfico, la minería o la tala ilegal de bosques, así como núcleos empresariales que mezclan negocios con corrupción, y que requieren para desarrollar sus “actividades”, controlar el poder político como también el territorio.
Por eso, creo que antes que un Estado mafioso lo que tenemos son estas bandas y mafias, que se desarrollan en una sociedad débil, por su escasa participación en los manejos del Estado; que se vinculan con una “clase política” que es apenas un remedo; y que se mueven en una economía y una política crecientemente informales. Es esa amalgama social, que busca ser representada hoy por el fujimorismo y otros sectores políticos, la que intenta colonizar a un Estado frágil, torpe y corrupto y que solo sirve a unos cuantos. Son ellos, los que ahora intentan “cooptar” (es decir, subordinar) al Estado y no al revés.